Por Verónica Di Gregorio

Para LA GACETA - BUENOS AIRES

Llegamos al Monte Sinaí, mi amiga Eva y yo, sin saber bien con qué nos íbamos a encontrar. Solo teníamos información de que allí había un albergue religioso que podría hospedarnos. Veníamos de una excursión por Egipto y habíamos decidido quedarnos un tiempo más en una pensión en pleno centro de El Cairo para hacer vida como locales. Tomamos un colectivo público y emprendimos nuestro viaje de 430 kilómetros, con cruce del canal de Suez incluido, hacia el paraje bíblico donde Moisés habría recibido los diez mandamientos.

Estaba anocheciendo cuando el chofer nos indicó que bajáramos, señalándonos un camino entre las montañas, cubierto de neblina, que nos llevaría a destino. A medida que avanzábamos nos cruzamos con hombres vestidos con túnicas y sombreros negros, barbas blancas y crucifijos con joyas, caminando en silencio. Avanzamos hasta que llegamos a una imponente fortaleza situada a los pies del Monte Sinaí. Quedamos perplejas al enterarnos de que el albergue religioso del cual nos habían hablado era el monasterio de Santa Catalina, el más antiguo habitado de toda la cristiandad.

Apenas atravesamos las murallas vimos salir a los monjes de sus claustros sonando campanas con sus manos que anunciaban el comienzo de la celebración de la misa, evento que suele estar vedado a los visitantes pero que, al celebrarse casualmente ese 7 de enero la navidad ortodoxa –único día en que cae la prohibición- tuvimos la suerte de presenciar. Al finalizar la misa nos sumamos a un recorrido guiado por uno de los monjes, quien nos llevó a conocer cada rincón del monasterio, contándonos su historia y enseñándonos sus tesoros.

Orígenes

La historia del monasterio comienza en el siglo III d.C., cuando se instalaron los primeros anacoretas a los pies del monte, venerando el sitio en donde Dios habló a Moisés a través de la zarza ardiente. En las inmediaciones todavía se pueden ver las cuevas donde se recluyeron estos primeros ascetas. Hacia el año 330, Helena, madre del emperador Constantino, mandó a construir la primera capilla sobre las raíces de la zarza ardiente. A mediado del siglo VI., el emperador Justiniano construyó alrededor de la capilla una fortaleza para proteger el sitio sagrado y a los monjes que allí habitaban. Dentro de la fortaleza se erigió la basílica de la Transfiguración en el mismo lugar donde estaba la primera capilla. Según la tradición, los restos de Santa Catalina de Alejandría (mártir egipcia del siglo IV, quien dio su nombre actual al monasterio) fueron traslados a la cima del Monte Sinaí por ángeles y, tres siglos después, guiados por un sueño, monjes que habitaban en el monasterio encontraron los restos incorruptos de la santa que desde entonces descansan en la basílica. El monasterio pertenece hoy a la Iglesia Ortodoxa Autónoma de Monte Sinaí.

Acervo y símbolos sagrados

El monasterio es una auténtica ciudadela en la que hoy viven unos 20 monjes. En el centro se encuentra la basílica de la transfiguración, con mosaicos y murales del siglo VI. Detrás del altar se encuentra la capilla de Santa Helena (o de la zarza ardiente) y el arbusto que se puede ver allí es, según la tradición, un brote de la zarza ardiente original. Junto a la basílica se encuentra una mezquita construida en el siglo XI sobre el antiguo refectorio del monasterio. El hecho de que exista una mezquita dentro de un monasterio cristiano es un notable dato histórico y cultural, y un claro símbolo del respeto interreligioso del lugar.

Nos llamó la atención la cantidad de beduinos que vimos trabajando allí. Nos explicaron que son descendientes de los beduinos que trajo Justiniano para construir el monasterio y cuidarlo, y es por eso que trabajan para los monjes en completa armonía con la religión y tradición del monasterio.

Excepcional colección

Durante el recorrido pasamos por la galería de los íconos, en la que pudimos apreciar piezas que forman parte de la célebre colección de iconografía bizantina, la mayor colección a nivel mundial, conformada por más de 2.000 unidades. Al lado de la basílica se encuentra el pozo de agua en donde Moisés, según el Antiguo Testamento, ayudó a las siete hijas de Jethro y conoció a su mujer Séfora, hecho que los monjes destacan como ejemplo de solidaridad ante el prójimo sin importar raza ni religión. La biblioteca tiene una de las colecciones de escritos antiguos más relevantes del mundo, superada en términos de acervo y cantidad de ejemplares solo por la Biblioteca Vaticana. Alberga unos 8.000 libros impresos en griego y 3.300 manuscritos. Uno de los ejemplares más importantes es el Ashtiname (en Persa significa carta de paz), escrito de puño y letra por Mahoma en el que ordena preservar el monasterio. Gracias a esta carta el monasterio nunca fue atacado en las innumerables invasiones islámicas en el Sinaí.

Fuera de la fortaleza, y atravesando los impresionantes jardines que reflejan el trabajo incesante de los monjes a través de los años, se encuentra el cementerio y el osario. Según la tradición del lugar, los monjes son enterrados en el cementerio y luego sus huesos son desenterrados y preservados en el osario como recordatorio de que la vida es efímera.

Muchos de los tesoros que contiene el Monasterio fueron elaborados por los monjes del lugar, otros fueron llevados allí como ofrendas o para garantizar su supervivencia debido a sus impenetrables murallas y al clima seco del desierto, favorable a la preservación de soportes como madera, pergamino o papiro.

Al terminar el recorrido intenté hacer un par de preguntas a nuestro guía, pero no respondió. Luego me explicaron que, como parte de la tradición ortodoxa y la vida monástica, los monjes prefieren mantener una distancia natural con las mujeres visitantes para, de ese modo, preservar la vida espiritual y evitar distracciones.

Santa Cumbre

Ya instaladas en el albergue donde pasaríamos la noche, nos enteramos que -por la luna llena- era tradición subir el Monte y pasar la noche arriba. Nos unimos a un grupo de peregrinos y comenzamos la caminata. Mientras subíamos y conversábamos, nos contaron que existen dos caminos para subir el monte. Uno es el camino de los camellos -por el que subíamos y en el que nos topamos con varios especímenes durmiendo en la ladera de la montaña-. El otro, el más transitado -que suele transitarse antes del amanecer con la primera claridad del día-, es una escalera que sube el monte prácticamente de forma vertical. Le dicen “la escalera del arrepentimiento” y está conformado por 3.750 escalones tallados por los propios monjes en la roca de la montaña durante el siglo VI. Según la tradición, a medida que uno sube escalón por escalón reflexiona sobre los propios pecados y esto nos lleva a acercarnos progresivamente a Dios, constituyendo un desafío tanto físico como espiritual. Los peregrinos que subieron con nosotras pasaron la noche en bolsas de dormir bajo las estrellas. Como nosotras no teníamos, los beduinos nos llevaron a la cueva donde dicen que Moisés pasó 40 días y 40 noches (Éxodo 24:18), tiempo en que habría recibido los diez mandamientos. Allí pasamos la noche, sin ningún abrigo, una de las más heladas que recuerdo. A la mañana siguiente nos encontramos con una imagen única, desde la cima del monte, con toda la cadena montañosa del Sinaí teñida de los colores del amanecer. Las únicas edificaciones que había en la cima eran una iglesia reconstruida en el siglo XX, sobre una original del siglo VI, y una mezquita.

Disfrutábamos de aquella imagen con un jarro de té en mano, y un bollo de pan que los beduinos compartieron. Nos contaron que era tradición que los monjes cocinaran una vez por semana el pan en la panadería del monasterio, y lo repartieran a las familias de los trabajadores como símbolo de fraternidad entre diferentes culturas y religiones.

Un milagro necesario

Mientras descendía el monte Horeb en el lomo de un camello, hamacada por su paso lento y rítmico, pensé en los milagros ocurridos allí a Moisés, que para los escépticos podrían tener explicaciones racionales como la posibilidad de que el Mar Rojo se haya retirado debido a fenómenos naturales como el viento resaca o algún tsunami para dejar pasar al pueblo judío y luego volver a cerrarse sobre los egipcios, o el hecho de que existen arbustos y plantas que acumulan compuestos químicos que bajo ciertas condiciones climáticas podrían prenderse fuego sin que haya una fuente externa de ignición. Creamos o no en los milagros, el timing es todo en la vida y a veces el universo puede “conspirar” con una precisión que desafía la idea de la mera casualidad, como la de llegar al Sinaí un 7 de enero en una noche de luna llena.

Me pregunté entonces si el verdadero milagro no era la supervivencia en sí misma de este monasterio que permaneció intacto a través de los siglos. Tanto Mahoma como Napoleón y grandes Califas que por allí pasaron, de una u otra forma, tomaron a este sitio sagrado bajo su ala, reconociendo en sus muros algo que merecía ser preservado. Jamás fue conquistado, incendiado ni profanado a pesar de las múltiples invasiones y guerras en la región. Lo más sorprendente es que en su interior convivieron en paz cristianos, musulmanes y judíos, ayudándose mutuamente durante siglos. En un mundo marcado por la confrontación, esa armonía es un verdadero milagro. Más que una reliquia, hoy el monasterio es un faro. Un oasis de paz en medio del desierto. Un ejemplo de convivencia para la humanidad en tiempos de guerra, intolerancia y turbulencia espiritual.

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Verónica Di Gregorio – Especialista en Educación.